El cuartico donde los curas tomaban el desayuno era un cuarto que daba sobre el jardín de las rosas y donde vivía la gorda. Ese cuarto era bonito, con mucha luz y en una esquina había una estatua grande, grande que tocaba casi al techo y a ese santo lo llamaban San Cristóbal. Ese santo era un poco viejo y también tenía un hijo, pero no lo cargaba como María cargaba al niño Jesús que era también su hijo. San Cristóbal lo sentaba sobre sus hombros y lo tenía con un brazo. Ese santo parecía apurado, una de sus piernas parecía que caminara y la cabeza también la empujaba para adelante. Una monja me había contado que esa estatua estaba ahí desde mucho tiempo porque pesaba tanto que no habían podido subirlo por las escaleras. Ese santo no me gustaba como los otros porque siempre parecía como si estuviera apurado y uno no puede ni rezar, ni hablar, con un santo que está afanado de irse.
Memoria por correspondencia, Emma Reyes